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martes, 7 de abril de 2020

MACHU PICCHU: LOS RITUALES INCAS


Cuzco tiene dos estaciones de ferrocarril: la de Huanchac, al final de la avenida del Sol, donde llegan los trenes de Urcos, Juliaca o Pullo; y la estación de San Pedro, de donde parten los ferrocarriles hacia Machu Picchu. Esta, que está situada junto al mercado central, es la que debemos tomar para llegar a nuestro siguiente destino: Aguas Calientes.


Es la parada obligada para todo viajero que se dirija al Machu Picchu. Además, sus pozos termales son una antigua bendición que merecerían ser divinizados con un ovoo mongol. En ellas es donde la actriz Shirley MacLaine tuvo la experiencia mística que relata en Cita con los dioses y que la convirtió en primera dama del movimiento New Age hace dos décadas, y a Aguas Calientes en centro de peregrinación para esotéricos de todo el mundo. 

Bromas aparte, el pueblo es encantador. Su mercado crece a ambos lados de la vía, hacinando puestecillos de venta de todo tipo de productos para el turista. Cuando llega un tren, los vendedores se retiran a toda velocidad para que el ferrocarril se detenga, y en cuanto el último vagón deja Aguas Calientes, los puestos de venta vuelven a colocarse en los márgenes de la vía. Y así una y otra vez. Es un espectáculo de sorprendente coreografía. 

Machu Picchu es muy grande. Toda una ciudad. Y si deseas disfrutar con detalle el emplazamiento arqueológico más importante de Perú, como era mi caso, necesitarás más de un día para hacerlo. Acampar en la montaña está totalmente prohibido y vigilado, así que el lugar más cercano para encontrar alojamiento es Aguas Calientes. Desde allí parten todos los días los autobuses que suben zigzagueando por la empinada carretera hasta la ciudad perdida de los incas. 

También es posible alquilar otros transportes en el pueblo o incluso subir a pie, siguiendo el famoso «camino inca». Si el programa de viaje te permite elegir, no vayas a Machu Picchu un viernes, sábado o lunes. Son los días de mayor concentración de turistas. El mejor día para la visita es el domingo, cuando los mercados dominicales de Pisac o Chinchero atraen al grueso del turismo. 

Machu Picchu es la ciudad inca más famosa del mundo, y también la menos conocida a la vez. No aparece mencionada en ninguna crónica española de Indias, ni tampoco en ningún documento anterior. En 1911 el aventurero e historiador norteamericano Hiram Bingham la descubrió por casualidad, mientras buscaba la ciudad perdida de Vilcabamba. Algo parecido a lo que le ocurrió a Cristóbal Colón con América.


Si la fortaleza de Sacsayhuamán nos sorprendió con sus colosales murallas, Machu Picchu nos dejaría petrificados, indefensos, en la perplejidad absoluta, sólo comparable al primer encuentro con la Gran Pirámide de Keops. No sólo por su evidente belleza, sino por mil pequeños detalles en los acabados, las técnicas de construcción y los trabajos de piedra. Necesitaría un volumen entero para resumir dichos detalles, así que me limitaré a rogarle al viajero que se tome su tiempo para buscarlos. Para fijarse en la increíble cerradura de piedra, o en las bisagras esculpidas en la misma roca de los enormes bloques de la puerta principal de la ciudad. 

Si en algún lugar del mundo nos podemos sentir asombrados por el trabajo con la piedra es aquí. La plaza central, con su cabeza de cóndor perfectamente pulida en el suelo; la Ventana de la Serpiente; la sagrada intihuatana que «amarra el sol»; o la fascinante y amorfa Roca del Sacrificio, que examiné durante mucho rato porque es todo un reto al sentido común. Yo no sé si la piedra se ablandó en algún lugar o en algún momento de la historia. Pero si se hizo fue ahí. 

Machu Picchu está en peligro. Los científicos alertan desde hace años contra el riesgo de desplome que suponen las visitas masificadas y los autobuses cargados de turistas que suben y bajan por la montaña cada día. Así que es posible que, como ocurrió con la Gran Pirámide, dentro de poco tiempo se restrinjan las visitas. Yo me apresuraría a conocer esta sin par maravilla arqueológica y religiosa. Porque además de haber sido utilizado por diferentes presidentes peruanos, como Fujimori y Toledo, como atrezo propagandístico para dirigirse a los votantes indígenas, en Machu Picchu todavía se celebran rituales incas. 

La imagen más famosa de Machu Picchu es la que se toma desde la «cabaña del vigilante de la Roca Funeraria», que es por donde se accede a la ciudad inca después de ascender en zigzag por la montaña. Las ruinas aparecen de pronto, al dejar el camino en la cumbre. Y ciertamente se trata de una de las mejores vistas para tomar fotos. En seguida reconocemos esa imagen, reproducida millones de veces, por la montaña que aparece al fondo, detrás de las ruinas. Es el Huayna Picchu. En quechua podría traducirse por «pico joven», pero la voz picchu también puede referirse a la bola de coca que se forma en la boca al mascar esta hoja sagrada. No tengo argumentos filológicos para defender una u otra teoría, y sin embargo me apostaría la vida a que la segunda opción es la correcta. Porque sin la picchu creo que me habría muerto en el ascenso a ese escarpado monte. 



Durante mi segundo día en Machu Picchu decidí que desde lo alto del monte que aparece en todas las fotos de los turistas debía haber una vista incluso más privilegiada de la antigua ciudad inca, una foto diferente a la que poseen casi todos los visitantes eventuales. Por otro lado, sabía que en el Huayna Picchu se conserva el templo de la Luna, un centro religioso construido dentro de una gruta que, según mis nuevos amigos de Aguas Calientes, continuaba «vivo» y recibiendo ofrendas a Pachamama aún en el siglo XXI. La tentación era grande, y yo facilón, así que me deje tentar. Claro que en cuanto empecé el ascenso al Huayna Picchu me arrepentí de ser tan fácil de seducir por un nuevo reto.

Sin duda la ascensión al Huayna Picchu no tendría demasiada dificultad si esta montaña se encontrase en cualquier otra parte del mundo. O simplemente más cerca del nivel del mar. Pero después de llevar tantos miles de kilómetros sobre los huesos, con la cara quemada por el sol, y cargando con una mochila llena de cámaras, trípodes y todo tipo de equipo, el «soroche» o «mal de altura» simplemente te deja extenuado a cada metro que le ganas a la montaña. De ninguna de las maneras el viajero debe intentar el ascenso al Huayna Picchu sin su bolsa de hoja de coca, que por supuesto se le acabará antes de llegar a la cumbre. Pero para esa ascensión, y más si se intenta cargado como un burro con veinte o treinta kilos de equipo a las espaldas, la hoja de coca, la picchu, es fundamental. De ahí mi convicción íntima y totalmente experiencial de que el nombre de la montaña viene de la bola de hoja de coca en la boca. Es que simplemente no concibo que pueda coronarse sin ella.

Antes de iniciar el ascenso, por la única ruta posible, el viajero debe dejar sus datos en una caseta de control, al principio del valle. De esta forma, si al final del día no da señales de vida en la salida, se organizará su búsqueda. El hecho de que haya sólo un camino para subir y bajar es muy útil para proteger la vida de los turistas que han intentado el ascenso y se han quedado por el camino a un lado u otro de la montaña. Después ya sólo es cuestión de echarle paciencia y coca.

De ninguna de las maneras es una justificación a la barbarie, pero una cosa es leer las gestas de Hernán Cortés, Pizarro y compañía en los libros de historia, y otra ensuciarte las botas de polvo en las selvas de Perú, México, Guatemala y demás. Por un momento, al caminar por aquellos montes, como me ocurrió en su día en la selva del Petén o en otros lugares de Centro y Sudamérica, entiendes mejor el concepto «esfuerzo de los conquistadores». Sintiendo cómo el aire del altiplano no te llena los pulmones y te asfixias, sufriendo el ataque kamikaze de los mosquitos y temiendo encontrarte una serpiente en cada matorral donde te recuestas a descansar, se comprende mejor lo que debió de suponer para los primeros españoles introducirse en aquel mundo nuevo y desconocido. Las tropas de los conquistadores fueron más diezmadas por las enfermedades, el calor y el agotamiento que por las tropas incas, aztecas o mayas. Es más fácil comprender este concepto al estar aquí que mientras leía las crónicas de Indias en el salón de mi casa. En algunos tramos del ascenso hay que utilizar puentes colgantes, escaleras de madera y hasta cuerdas, pero cuando, extenuado, sudoroso y sediento, coronas la cumbre del Huayna Picchu, sientes que ha merecido la pena. 



Te sientas en la roca más alta de la montaña y lo único que puedes hacer es guardar un respetuoso silencio, y admirar el indescriptible paisaje que hay trescientos sesenta grados a tu alrededor. Desde allá arriba, la poderosa, gigantesca y rotunda Machu Picchu parece una casita de muñecas. Aun con eso, la vista te permite admirar con una perspectiva única el titánico esfuerzo que supuso su construcción.

Sólo desde la cumbre del Huayna Picchu puedes admirar la carretera que asciende en zigzag desde el Valle de Aguas Calientes, y te imaginas el titánico esfuerzo que supuso subir aquellos bloques de piedra y los materiales necesarios para edificar aquel coloso. Hizo falta mucha fuerza de voluntad para construir Machu Picchu, pero también grandes conocimientos matemáticos, geométricos y científicos en general. Desde aquella perspectiva privilegiada se contempla mejor el contexto de la gran fortaleza inca, e incluso puede verse, en su extremo oriental, el lugar donde se encontró, en octubre de 2002, a Rosita...

Rosita tenía sólo veintidós años cuando murió. Su vida fue ofrecida a los dioses como homenaje, quizá en la misma piedra del sacrificio que yo había estado midiendo el día anterior. Un desprendimiento casual, al pie de una muralla, reveló la existencia de una fosa donde, además de vasijas, joyas y demás ofrendas funerarias, se encontró la primera momia de una joven inca sacrificada en Machu Picchu. El estado de conservación no era bueno, y el aspecto de la momia estaba bastante deteriorado, debido a la humedad y los hongos que habían carcomido gran parte de su rostro y su manto funerario. Cuando la bautizó con el cariñoso nombre de Rosita, lo primero que asombró a Alfredo Mormontoy, responsable del yacimiento, fue la edad de la joven. Normalmente las acllas (doncellas incas consagradas a los sacrificios humanos) no pasaban de los doce o trece años de edad...

Diez días después del hallazgo de Rosita, dos nuevas momias fueron descubiertas en Machu Picchu. Y ojalá hubiesen sido las únicas. Los incas, como los mayas o los aztecas, consideraban, igual que los mongoles, que la mejor forma de pacificar a sus dioses era ofreciéndoles la sangre de un ser vivo. Los jinetes del Naadam sacrifican al mejor caballo, los incas sacrificaban a sus niños. En marzo de 1999, una expedición financiada por la National Geographic Society y dirigida por el inagotable Johan Reinhard y la arqueóloga argentina Constanza Ceruti hizo un descubrimiento escalofriante en la cumbre del volcán Llullaillaco: se trataba de las pequeñas momias de dos niñas de seis y quince años y una de un niño de siete, que habían sido sacrificados por los incas.

En este caso las bajas temperaturas del gélido Llullaillaco, a más de seis mil setecientos metros de altura, habían hecho de cámara frigorífica, conservando en perfecto estado los cuerpos de los pequeños. La momia más pequeña, conocida como «la niña del rayo» debido a que presenta parte del cuerpo quemado por el impacto de un rayo, está tan bien conservada que se pueden apreciar sus ojos, semiabiertos, su cabello negro, recogido con una mascapaycha de oro, y toda su piel. Y a su lado, «la doncella» y «el niño». Tan frágiles e inocentes como ella.

En la «escena del crimen» (Grissom no lo llamaría de otra manera y tendría toda la razón) se encontraron collares de spondylus, las mismas ofrendas que se encontraron en las líneas de Nazca. Así como unas alpargatas de repuesto, y unos mantos que les quedaban grandes, para que pudieran usarlos en la vida futura y en su viaje al más allá; penachos de plumas; estatuillas de oro y plata, etc.

No era la primera vez que Johan Reinhard se encontraba con niños sacrificados ritualmente por la cultura inca. Ya en 1996, y en compañía de José Antonio Chávez, decano de Arqueología en la Universidad Católica en Arequipa, había descubierto a la pequeña Sarita en el monte Sara, al sur de Perú. El cuerpo de Sarita venía a sumarse a una siniestra lista, que se amplía cada año, cuando las nuevas tecnologías se ponen al servicio de la arqueología y vamos sabiendo más y más sobre nuestra historia, nuestra a veces vergonzosa historia. Una lista en la que figuran la «momia» Juanita, descubierta en las faldas del Ampato, en Arequipa, donde se han descubierto al menos otras tres; las cinco momias infantiles del monte Misti; la del Coropuna, etc.

Algunos autores, defensores de la supuesta trascendencia y evolución espiritual de la civilización inca, reivindicadores de la Pachamama, del simbolismo de Nazca o de la Nueva Era de Viracocha, tienen la osadía de escribir que los incas «sólo sacrificaban niños de vez en cuando»... Como si uno sólo de esos crímenes estuviese justificado. Como si un homicidio infantil, por ser obra de un sacerdote, fuese menos atroz. Como si existiese alguna forma extraña de considerar que el asesinato de Sarita, de Juanita o de la «niña del rayo» pudiesen tener algún tipo de sentido. Creo que ni la mismísima Shirley MacLaine se atrevería a defender la «espiritualidad» de estos crímenes. Eran niños, no ídolos de barro. 




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