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miércoles, 8 de abril de 2020

EL LEGADO DE MOISÉS



En la Ciudad del Vaticano, muy cerca del Museo Pío Cristiano y del Museo Etnológico Misionero, hay un tercer museo especialmente interesante para el objeto de este viaje: el Museo Egipcio. 


El Museo Egipcio Vaticano fue fundado por E. Luis Ungarelli (1779-1845) a petición del papa Gregorio XVI en 1839. Exégeta, bibliógrafo y egiptólogo, Ungarelli publicó la Interpretado obeliscorum orbis en 1842, y la erudición de su obra le valió la confianza del Santo Padre para situar, en medio del Vaticano, un pedazo del Egipto faraónico especialmente relacionado con la historia del cristianismo y la arqueología bíblica. 

Ungarelli reunió piezas traídas por los misioneros, así como algunas que ya existían en el Museo Capitalino y en otros archivos secretos vaticanos y que habían llegado desde Roma, Tívoli, etc. Algunas incluso pertenecían a coleccionistas privados católicos. 

El museo ocupa nueve habitaciones, divididas por un semicírculo abierto hacia una terraza que cuenta con numerosas esculturas. En dos de estas habitaciones se encuentran objetos hallados en la antigua Mesopotamia y en Siria y Palestina. Y no es necesario haber estudiado teología para entender que el interés de los papas por Egipto estriba en la indiscutible importancia de este país en la tradición cristiana. Porque, si nos atenemos a tal tradición, por otro lado indemostrable históricamente, los cinco primeros libros de la Biblia, el Pentateuco del Antiguo Testamento, no habrían existido de no haber sido por algo que ocurrió en Egipto. Y más concretamente en una región de Egipto, alejada del cauce del Nilo, hacia la que ahora dirigía mis pasos: la península del Sinaí. 

Desde el aeropuerto de Abu Simbel es factible, cómodo y rápido llegar al de Sharm El Sheikh. Hoy esta región egipcia es un antro de turismo en el peor sentido de la palabra. Tiendas, restaurantes, hoteles de lujo, más tiendas, centros de ocio, salas de juego, más tiendas... Evidentemente el golfo de Suez y el de Akaba atraen a un determinado tipo de turismo. Y no seré yo quien discuta que los fondos marinos del mar Rojo son una justificación suficiente para hacer un viaje a Sharm El Sheikh. 

Si el viajero dispone de un carnet de submarinismo podrá alquilar una botella de oxígeno, neopreno, gafas, aletas, etc., y disfrutar de unos paisajes submarinos absolutamente espectaculares. No aconsejo abandonar la península sin haber contemplado esos fondos, aunque sólo sea a pulmón libre. Para los más audaces recomiendo una inmersión nocturna. No hay palabras para describir la emoción de sumergirse hasta el fondo y quedarse quieto mientras dure el oxígeno de la botella, dejándose rodear por miles de peces tropicales de todos los colores imaginables. Eso sí, cuidado con los tiburones. Más de un turista temerario ha sufrido en sus propias carnes el ataque de los escualos del mar Rojo. 

Pero si lo que buscamos es el origen de las creencias, tendremos que despedirnos de las turísticas costas y coger la carretera en dirección norte hacia el desierto del Sinaí. Allí encontraremos algunos de los primeros paisajes descritos en la Biblia. De ahí el enorme interés que esa zona despierta para cristianos, judíos y musulmanes. 

A partir del capítulo diecinueve del libro del Éxodo, el Sinaí entra para siempre en la historia de Occidente, ya que allí es donde Yahvé se aparece a Moisés para dictarle los mandamientos. Unos mandamientos que inspiraron el Derecho Eclesiástico, que a su vez dio lugar al Derecho Civil y Penal que, todavía hoy, rige nuestras vidas. 

Y en esa península egipcia, según la tradición, es donde el mismo patriarca hebreo escribió los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Este mito —y digo «mito» con todo el cariño— se enseña todavía en las escuelas de teología a los cristianos de todo el mundo, porque, ya en tiempos de Jesús, tanto Cristo como sus discípulos creían que Moisés había sido el autor del Pentateuco. O eso se deduce de textos como los de Juan (1:45 y 5:45-47), la Epístola a los Romanos (10:5), etc. Desgraciadamente, y aun cuando se estudia con fe el Antiguo Testamento, hay cosas que una mente medianamente racional no puede pasar por alto. 


En mi caso, comencé a estudiar la Biblia siendo un adolescente. Y a pesar de mi vocación sacerdotal, supongo que como la de muchos adolescentes, la primera vez que leí las licenciosas conductas sexuales de Sara, por ejemplo, no podía menos que mostrarme confuso y perdido. Más allá de la obvia inmoralidad que se supone a Sodoma y Gomorra, me resultaba difícil comprender cómo el profeta Lot podía mantener relaciones sexuales con sus hijas (Génesis 19:32), o cómo Abraham prostituye a su esposa en el harén del faraón a cambio de ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, etc. (Génesis 12:16). ¿Cómo encajar en el esquema moral que me dictaban mis profesores de teología las orgías, el proxenetismo, los incestos y demás que supuestamente Moisés describe en los primeros libros del Antiguo Testamento? Prometo que estos pensamientos atormentaban a aquel joven e inexperto aprendiz de cura que sólo quería comprender a Dios. 

Esa confusión no mejora con el paso de los años. Al contrario. La fe suele mermar en directa proporción al aumento de la formación científica. Y eso hace que las insistentes contradicciones, imposibilidades y hasta calumnias que detectamos en una lectura más crítica de la Biblia sean incompatibles con el sentido común. ¿Cómo podía Moisés, suponiendo que fuese él, pretender que en un arca de ciento cincuenta metros de largo, treinta de ancho y quince de alto Noé pudiese meter dos ejemplares de dos millones de especies animales diferentes (Génesis 6: 15)? ¿Y qué sentido tiene sacrificar a un ejemplar de una de las especies (con lo que por lógica dicha especie ya no podría procrear y se extinguiría) en honor a Yahvé al concluir el diluvio (Génesis 8:20)? ¿Y cuánto duro éste? ¿Cuarenta días? ¿Entonces por qué dice la Biblia que el diluvio comenzó el día 17 del segundo mes de su año 600 (Génesis 7:11) y que Noé salió del arca el 27 del segundo mes del año 601 (Génesis 8:14), o sea, un año y diez días después? 

Cuando empecé a subrayar en mi usado ejemplar de la Biblia de Nácar Colunga aquellos pasajes en los que encontraba contradicciones, o cosas inaceptables, el color blanco de las páginas empezó a teñirse a causa de los cientos y cientos de subrayados que me veía obligado a hacer. Aunque lo diga Moisés, los pájaros y los insectos no tienen cuatro patas sino dos las aves y seis los insectos (Levítico 11:20-21); ni la lepra se cura con salmos ni sangre (Levítico 14:49-53); ni los asnos hablan (Números 22:21-30); ni Caín puede construir y poblar toda una ciudad en sólo dos generaciones cuando tras asesinar a su hermano sólo había tres humanos en el mundo (Génesis 4:17)... La lista de dudas que me encontraba en cada nueva página de la escritura era interminable. Estaba claro que aquello no podía ser una revelación perfecta, dictada directamente por Dios. ¿Entonces qué era? 

Como ya expliqué en la introducción, las contradicciones que encontramos en la misma Biblia son irreconciliables. Sólo en el libro del Génesis aparecen dos descripciones de la creación del mundo distintas e incompatibles. Esas contradicciones, en cualquier texto ajeno al dogmatismo de una religión, sugerirían que al menos han existido dos escritores distintos. Si a esto añadimos todas las incoherencias históricas del texto, como la cita a la «tierra de los filisteos» en el libro del Éxodo (13:17, o también 15:14), cuando los filisteos todavía no existían, ¿qué podemos pensar? 

No aburriré al lector con mis angustias teológicas. Existe suficiente bibliografía sobre las contradicciones e incoherencias bíblicas para que el interesado pueda documentarse. Sólo apuntaré que tras todos los intentos por compatibilizar dichas incoherencias con la historia, a finales del siglo XIX la exégesis bíblica concluyó, bajo la influencia de los trabajos de Graf y de Wellhausen, que el Pentateuco sería la compilación de cuatro documentos, distintos por la fecha y el ambiente de origen, pero muy posteriores todos ellos a Moisés. 

Ante el estudio científico, exegético, histórico, arqueológico, paleontológico, lingüístico y filológico de la Biblia, muchos de los protagonistas, como Abraham, Isaac, Jacob, dejaron de ser considerados personajes históricos para convertirse en una personificación de determinados clanes, figuras míticas o episodios étnicos. Dicho más claro: no se puede leer la Biblia como si se estuviese leyendo una crónica periodística. Ante este hecho incuestionable, todas las interpretaciones sobre fenómenos sobrenaturales, contactos extraterrestres, episodios místicos, etc., arrancados del contexto teológico y presentados como la crónica exacta de un suceso real, descrito por Moisés tal y como ocurrió, se convierten en una falacia. 

Osiris no era un hombre-lobo, ni Horus un Batman faraónico, y debemos aplicar el mismo principio simbólico a los personajes bíblicos. Aun así merece la pena recorrer el desierto del Sinaí, y merece la pena subir a la montaña donde, según la tradición, Moisés recibió las Tablas de la Ley. Es costumbre iniciar el ascenso en plena noche para llegar a la cumbre al amanecer. Yo, que he hecho ese trayecto de tres mil peldaños en varias ocasiones, sugiero alquilar un camello para evitarse una caminata agotadora. Una vez arriba, mejor mentalizarse de que se compartirá la explanada con miles de turistas llegados desde todo el mundo. Intimidad para la oración, poca. Pero tampoco importa demasiado, ya que ése tampoco es el lugar donde Moisés se encontró con Yahvé. O esto afirman los defensores de que el verdadero Sinaí es el monte Karkon, en el desierto de Néguev. Aunque los árabes saudíes argumentan que el auténtico es su monte Jabal Al Lauz. Quién sabe. Lo evidente es que, auténtico o no, la polémica no resta ni un ápice de espectacularidad a los hermosos amaneceres que se ven desde lo alto del Sinaí egipcio.

Al descender, ya de día, y si hay tiempo, merece la pena acercarse a los monasterios coptos de los Santos Apóstoles o al de Santa Catalina, o al convento de los Cuarenta Mártires. Sus archivos y bibliotecas son depositarios de algunos de los documentos más reveladores y desestabilizadores de la historia del cristianismo. E igual que ellos, los beduinos, auténticos habitantes del desierto y conocedores de sus secretos, saben tan bien como los monjes coptos que las cosas no son exactamente como las narra el texto bíblico.

No voy a repetir cómo la ciencia ha ofrecido ya explicaciones razonables para supuestos milagros como el maná, que aún es un alimento de la dieta beduina, o el «milagroso» paso del mar Rojo. Lo que sí haré será invitar, una vez más, a todos los que intenten comprender los misterios del pasado a invertir un poco de tiempo en la convivencia con los herederos de ese pasado. Igual que con los artesanos de los oasis perdidos o con los pescadores del Nilo, charlar con los beduinos del desierto nos puede enseñar más arqueología y antropología que todos los libros del mundo.

Como había visto en las ciudades perdidas del Sáhara mauritano, o en las selvas del África negra, todavía existen técnicas e «inventos» ideados hace milenios que continúan siendo utilizados por los nómadas, indígenas y aborígenes actuales, en todos los rincones del planeta. Se trata de brillantes ejemplos del ingenio humano que nos avergüenzan a los acomodados, encorsetados y limitados occidentales. Probablemente la inmensa mayoría de los arqueólogos, historiadores, astroarqueólogos e investigadores de los misterios del pasado no sobreviviríamos ni una semana si fuésemos abandonados a nuestra suerte en un lugar como el desierto del Sinaí. Mucho menos seríamos capaces de construir un templo, un obelisco o una simple chabola. Pero eso sólo se debe a que nuestros conocimientos informáticos, nuestra habilidad para enviar mensajes SMS, nuestra cultura televisiva o nuestra pericia con la Game Boy es completamente inútil en el desierto. Allí los verdaderos tecnólogos son los artesanos que taladran la piedra con herramientas de cobre, los alfareros que fabrican jarras con compartimentos y canales de aire en su interior, los pastores que construyen «neveras del desierto» con la piel exudante de una cabra, los campesinos que pueden predecir los cambios de clima por el comportamiento de los animales, los astrólogos que conocen los mapas estelares mejor que nuestros astrónomos, etc.

Es normal, que ante nuestra profunda ignorancia tendamos a pensar que nuestros antiguos no podían construir los grandes templos y monumentos del pasado por ellos mismos, ya que nosotros no nos sentimos capaces de hacerlo. Pero si nos atrevemos a convivir con sus descendientes, descubriremos que no sólo pudieron hacerlo, sino que podrían volver a repetirlo en cuanto se lo propusiesen. Aunque el motor de las grandes civilizaciones, la fe en los dioses, haya ido perdiendo potencia con el paso de los siglos...

Sé que es una afirmación indemostrable. Sin embargo, me jugaría el cuello a que si hubiese una forma de regresar al pasado para visitar la legendaria Biblioteca de Alejandría, descubriríamos que la mayoría de esos supuestos misterios tecnológicos del pasado no son tales. A menos que reneguemos de nuestra historia, y consideremos a todos los humanos del pasado como ignorantes incapaces de la creación científica. Apuesto a que, si pudiésemos tener acceso por un momento a la Biblioteca de Alejandría, dejaríamos de necesitar a los «dioses» extraterrestres para reconstruir nuestro pasado.


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