Volar hasta Alejandría desde el aeropuerto del Sinaí es un poco traumático. El silencio y la paz del desierto contrastan con el frenesí de la circulación, el comercio y el caos de la gran ciudad. Y es que Alejandría es la más occidental de las capitales egipcias.
En comparación con cualquier otra ciudad del país, la presencia faraónica ha ido perdiendo puntos ante la influencia de las culturas mediterráneas. Sin embargo allí se ubicó, en algún momento de la historia, la capital cultural y científica del planeta.
El legendario Faro de Alejandría, otra de las siete maravillas que no consiguió sobrevivir a la estupidez humana, sin duda simbolizó la luz de la ciencia en el oscuro océano de la superstición, que desde el extremo norte de Egipto irradió a todo el mundo conocido de la época.
A pesar de las contradicciones y las leyendas que rodean a la Biblioteca de Alejandría, la versión más aceptada es que fue fundada por Ptolomeo I, y que durante siglos fue engrosando sus archivos con la mayor colección de pergaminos y documentos del mundo antiguo. Aunque, en realidad, no era una biblioteca, sino más bien un gran museo del saber, un inmenso laboratorio científico y un archivo documental a la vez.
Constaba de diez grandes piezas o salas para investigación, cada una de ellas dedicada a una disciplina diferente, muy rica y abundante en la mayoría de estas secciones y sobre todo muy completa en literatura griega. Una comunidad de poetas y eruditos era la encargada de mantener el buen nivel y trabajaban en ello con total dedicación, como sacerdotes de un templo. En realidad se consideraba el edificio del museo como un verdadero templo dedicado al saber. No es de extrañar que cuando preguntaron al famoso divulgador Carl Sagan a qué lugar del pasado le gustaría viajar en una hipotética máquina del tiempo, respondiese que a la Biblioteca de Alejandría. Yo le acompañaría gustoso.
Ptolomeo I encargó al poeta y filósofo Calímaco la tarea de la catalogación de todos los volúmenes y libros. Fue el primer bibliotecario de Alejandría. En estos años las obras catalogadas llegaban al medio millón. Era tal la ansiedad por recopilar todo el saber conocido que cuando los navíos comerciales arribaban a Alejandría, la «policía» de Ptolomeo los registraba no en busca de contrabando sino en busca de libros o documentos que confiscar para que engrosasen los archivos del museo. Se sugiere que llegaron a engrosar los archivos de la biblioteca hasta novecientos mil volúmenes en tiempos de Marco Antonio y Cleopatra. Desde luego muchos más que la celebre Biblioteca de Cartago, insignificante en comparación con la alejandrina.
Al millón de volúmenes que casi alcanzó la biblioteca debemos añadir muestras botánicas, un zoo extraordinario, piezas arqueológicas, inventos tecnológicos, etc. Probablemente nunca antes, ni después, había estado tan bien representado el saber científico, filosófico y tecnológico de la raza humana en un solo lugar. Por esa razón filósofos, matemáticos, ingenieros y hasta un centenar de pensadores y sabios trabajaron en sus laboratorios. Entre ellos Arquímedes o Euclides, que desarrolló allí su geometría; Hiparco, padre de la trigonometría; Aristarco, que descubrió el movimiento de la tierra y los planetas alrededor del sol; Eratóstenes, que escribió una geografía y compuso un mapa bastante exacto del mundo conocido; Herófilo, el fisiólogo que ubicó la inteligencia humana en el cerebro y no en el corazón; los astrónomos Timócaris y Aristilo; Apolonio de Pérgamo, el gran matemático; o el extraordinario Herón de Alejandría, al que me he referido anteriormente.
Por más que me esfuerzo, no consigo comprender por qué algunos compañeros de la AAS y otras asociaciones similares utilizan piezas arqueológicas, como la «máquina» de Antiquitera para apoyar sus teorías sobre una tecnología no humana en el pasado, cuando Herón de Alejandría superó mil veces esa tecnología con sus inventos.
La «máquina» de Antiquitera fue descubierta en 1900 por el buzo Elias Stadiatos, quien se encontró a cuarenta metros de profundidad, y en las proximidades de la isla griega de Antiquitera, los restos de un antiguo naufragio. Las inscripciones en griego permitían fechar el objeto en el siglo I a.C. Y aunque en principio se creyó que se trataba de un astrolabio, la complejidad del mecanismo era demasiada para eso.
En el número de junio de 1959 la prestigiosa revista Scientific American publicó un artículo de Derek de Solla Price apuntando que el sorprendente mecanismo de Antiquitera debía ser una primitiva computadora astronómica, a partir de las inscripciones con referencia al zodiaco, cuerpos celestes y a los meses del año. Estos contadores son singulares por presentar claras marcas periódicas, y si inferimos la existencia de punteros móviles, esto establece al mecanismo de Antiquitera como el instrumento científicamente graduado más antiguo que conocemos.
Según los análisis realizados con rayos X, la «máquina» de Antiquitera es un sofisticado entramado de engranajes creados y dispuestos para indicar las posiciones del sol y la luna de acuerdo con el calendario. Con frecuencia los estudiosos del pasado caen en el error de centrar sus conjeturas en la anécdota en lugar de contemplar el conjunto.
Observado como si fuese una anomalía, fuera de contexto, el mecanismo de Antiquitera podría parecer obra de una tecnología no humana. Pero no es así. En el mismo Mediterráneo, no tan lejos de las islas griegas, otros sabios contemporáneos diseñaban máquinas tecnológicas tan sofisticadas o más que la descubierta por Elias Stadiatos.
En los laboratorios del Museo de Alejandría, el genial Herón construía cajas de engranajes y hasta aparatos de vapor asombrosos. El fue el autor de la primera obra conocida sobre robots: Autómatas. Su otra obra, Pneumática, enunciaba aplicaciones de la ciencia a la tecnología que me atrevería a equiparar a Leonardo da Vinci o al genial Imhotep, el arquitecto que «inventó» las pirámides. Herón fue el creador de «juegos» mecánicos, como su famoso teatro de autómatas movilizados por medio de piezas metálicas, engranajes y palancas. Sus múltiples ingenios y dispositivos, como la dioptra y el odómetro (sistema de engranajes combinados para contar las vueltas de una rueda) o del aeolipile (que permite la transformación de energía térmica en mecánica, precursora de la máquina de vapor), lo sitúan en un lugar destacado dentro de la historia de la tecnología.
En otro tiempo en que las dictaduras tiranas no limitasen los descubrimientos de Herón a un pasatiempo para los gobernantes, ya que ninguno de ellos se preocupaba por mejorar las condiciones de vida de sus pueblos, Herón habría sido un Einstein, un Edison o un Newton. Y haría milenios que viajaríamos en tren. O quizá en globo...
Herón de Alejandría, además, fue el primero en alertar sobre cómo la tecnología era utilizada por los sacerdotes de Grecia o Egipto para falsear supuestos prodigios sobrenaturales con los que manejar la fe de los creyentes. No es justo hacer caer en el olvido a los sabios de Alejandría y al conocimiento científico y tecnológico que alcanzaron para argumentar que nuestros ancestros jamás alcanzaron un desarrollo intelectual que justifique el legado arquitectónico o tecnológico que nos dejaron.
No sé si las «pilas» de Bagdad son pilas, ni si la «máquina» de Antiquitera es un ordenador, pero a la luz del conocimiento que existió en Alejandría, tampoco me supondría ningún conflicto histórico aceptarlo. Y no necesito a ningún «dios» extraterrestre para ello. Poco a poco científicos audaces, que no temen considerar supuestos mitos del pasado, y experimentarlos, están demostrando que algunos relatos que nos llegaron en aquellas crónicas reflejaban sucesos y conocimientos científicos exactos. Por ejemplo, la leyenda de que el gran Arquímedes, el matemático más genial de la historia, había diseñado armas capaces de incendiar los barcos romanos que asediaban su Sicilia natal no es un mito.
En 1973 el ingeniero griego Ioannis Sacas decidió investigar el relato de Cicerón sobre los inventos de Arquímedes y reconstruyó su «arma incendiaria secreta». Se trataba de setenta espejos de bronce, de ciento setenta por setenta centímetros, que Sacas reconstruyó fielmente. Los colocó en la orilla y a sesenta metros de distancia situó un pequeño barco de madera. Concentrando los rayos del sol sobre el barco, con los espejos, éste tardó sólo tres minutos en incendiarse.
La ciencia y la tecnología evolucionaron en el Museo de Alejandría durante siglos. Al menos hasta el año 48 a.C. cuando, durante la guerra entre Roma y Egipto, un incendio arrasó parte de la ciudad de Alejandría. Fue el principio del fin. En aquel incendio se perdieron obras de un valor incalculable.
Los archivos que sobrevivieron fueron destruidos nuevamente, tiempo después, por la reina siria Zenobia primero, y por la invasión de los árabes después. A partir del 619 ya prácticamente no quedaba nada de la legendaria Biblioteca de Alejandría. Y con su desaparición, toda la raza humana perdió parte de su memoria colectiva y la posibilidad de haber evolucionado mucho más deprisa en nuestro conocimiento científico.
Al igual que con la destrucción de la Biblioteca de Cartago, la desaparición de los archivos alejandrinos nos sumió en una ignorancia sobre la historia de nuestra civilización que algunos han intentado suplir recurriendo a «dioses» instructores llegados desde el espacio o desde civilizaciones anteriores ya desaparecidas. Yo no sé si esas teoría son reales o no, pero mientras lo averiguo prefiero mantener la fe en el ser humano y pensar, mientras no me demuestren lo contrario, que la misma habilidad, el mismo ingenio y la misma inventiva que he visto en los nómadas de todo el planeta, en los cazadores y pescadores del Tercer Mundo, o en los artesanos de los países «subdesarrollados», ya era conocida por sus ancestros. Me parece más honesto que considerar a todos los humanos anteriores a nuestra cultura como ignorantes incapaces del menor genio creativo. No veo justo despreciar así a nuestros ancestros. Sobre todo si quienes lo hacen no poseen, como mínimo, la misma capacidad intelectual que un Herón de Alejandría, un Leonardo da Vinci o un Imhotep.
Ignoro si es la influencia de los antiguos sabios de la Biblioteca de Alejandría, o el legado dejado en el ambiente por tantos siglos de cultura, pero el delta del Nilo es un buen lugar para reflexionar y para leer. O más bien para leer y reflexionar sobre lo leído. Y quizá fue la inspiración de aquellos pensadores (yo soy mucho más zoquete) la que me hizo percatarme de una cuestión que venía barruntando en mi lista de misterios pendientes. ¿De verdad los antiguos egipcios tenían bombillas eléctricas? Y si fuese así, ¿serían obra de los «dioses» extraterrestres o de sabios como Herón? ¿Es cierto que no existen restos de hollín en las grutas, galerías y cámaras subterráneas de los faraones egipcios?
La inspiración me llegó hojeando, por enésima vez, el ejemplar de la Description de l'Egypte publicada por Napoleón tras su expedición a Egipto, que había comprado en Luxor. Las ilustraciones de Vinant Denon y de otros dibujantes que acompañaron al emperador francés son el «álbum» de fotos de la expedición napoleónica. Y entre las mil siete páginas del grueso volumen, de la edición de Taschen de 1994, encontré varias ilustraciones en las que aparecen los exploradores franceses y sus guías egipcios, recorriendo las galerías de la pirámide con velas y teas encendidas (pág. 474), y hasta fumándose una pipa en el interior de una cripta (pág. 119). Y no son las únicas. Otros ilustradores, como Luigi Mayer, por citar sólo uno, habían reflejado lo que vieron en sus viajes; es decir, a los exploradores recorriendo las galerías de las pirámides y los templos con antorchas. Lógico. Es algo tan obvio que hasta da pudor escribirlo.
Pero, lamentando contradecir a mis compañeros de la AAS, sospecho que su afirmación de que no existen rastros de hollín en las cámaras subterráneas se deba más al entusiasmo por fortalecer la teoría de las bombillas eléctricas que a la realidad. De lo contrario el misterio estribaría en averiguar cómo es posible que durante siglos todos los exploradores, ladrones de tumbas, arqueólogos, etc., hayan utilizado velas y antorchas para explorar todos los túneles, grutas y criptas de Egipto y ninguno de ellos haya dejado rastros de hollín. Yo mismo adoro las velas, y con mucha frecuencia utilizo velas como decoración en mi casa. Sin embargo, los restos de hollín, cera o humo no son detectables a simple vista, como ocurre en los monumentos egipcios.
Creo no decir ningún disparate si sugiero que, evidentemente, si el CSI de Gil Grissom analizara esos monumentos encontraría restos de hollín por todos lados. La seductora teoría de que los antiguos egipcios utilizaban bombillas eléctricas para iluminar el interior de los monumentos comenzaba a tambalearse.