Doscientos treinta y tres kilómetros de carretera, razonablemente transitable, separan el oasis de Al Kharga de la ciudad de Asiut. Y tras tanto polvo, arena y sol, reconforta encontrarse de nuevo con la frescura, la vida y el verde del valle del Nilo.
Por supuesto existen diferentes maneras de remontar el río. No me atrevo a desaconsejar los lujosos cruceros, en grandes barcos preparados con todas las comodidades, que hacen de la travesía una experiencia inolvidable. No negaré que tumbarse en la cubierta, disfrutando un cóctel y fumando una shisha mientras los templos del Nilo desfilan ante nuestros ojos, como la proyección de una vieja película, es fascinante. Sobre todo si disfrutas del viaje en buena compañía.
No existe mejor lugar para enamorarse, o para reenamorarse, que un crucero por el Nilo. Y si no que se lo pregunten a la joven Cleopatra y a Marco Antonio. Sin embargo, si lo que deseas es conocer y comprender las creencias religiosas de los egipcios, sus tabúes y supersticiones, sugiero otro medio de locomoción un poco más incómodo pero mucho más cercano a la realidad social y antropológica.
En cualquiera de los puertos de cualquiera de las ciudades de cualquiera de los tramos del Nilo, el viajero puede encontrar lanchas, botes, barcas, falucas y otras pequeñas embarcaciones de pesca susceptibles de ser alquiladas. Como todo en Egipto, la única ley que puede burlarlas todas es la ley del dólar. Y así comenzó una de las etapas más intensas e instructivas del viaje. A bordo de una pequeña embarcación de pesca, de apenas cinco metros de eslora; comiendo, durmiendo y viajando en ella, con los pescadores egipcios, disfruté de una forma diferente de remontar el Nilo. Más cerca del agua, rozándola con los dedos al sacar la mano por la cubierta, y también de las tradiciones y las creencias de los descendientes del pueblo faraónico.
En el Nilo el agua se arruga como la piel de un anciano. Como si hasta el líquido elemento quisiera reflejar la infinita antigüedad de aquel cauce. En realidad son los remolinos submarinos y las corrientes las que crean ese singular efecto óptico que te hipnotiza, fijando tu mirada en la superficie del agua durante las horas de monótona travesía desde la proa de la lancha. Una monotonía que se quiebra cuando, a babor y estribor, van apareciendo los templos faraónicos que nos encontramos en nuestro remonte del río.
Mi guía en este tramo náutico del viaje, más austero en cuanto a comodidades, se llamaba Ali Muhammad Abdelhamid El Sherif y hacía carne el mito de la liberal sexualidad entre hombres de los países árabes. En una cultura en la que se concede tanta importancia a que la mujer llegue virgen al matrimonio, los primeros escarceos sexuales de los varones a veces se dan con otros varones. Y eso puede hacernos vivir a los viajeros occidentales equívocos más o menos incómodos. Sobre todo cuando te encuentras en una lancha en medio del Nilo y no hay muchos lugares donde esconderte. Hoy recuerdo con una sonrisa mis intentos por no ser grosero al rechazar los regalos, guiños y coquetas sonrisas de Alí Muhammad, mudándome de la proa a la popa y de la popa a la proa de nuestra barca, seguido siempre de cerca por el egipcio. Afortunadamente al cabo de un par de días entendió que mis preferencias sexuales están muy definidas y se limitó a guiarme Nilo arriba, sin demandar más pago que las libras acordadas y una copia de las fotos que nos hicimos juntos.
Durante esas jornadas de navegación, de isla en isla, de templo en templo, aprendí más sobre la cultura y la religión egipcia que en las páginas de los mil volúmenes consultados antes de iniciar el viaje. Con cierto pudor me atrevo a transcribir algunos párrafos que anoté en mi cuaderno de viaje durante aquellos días:
«La vibración del motor te masajea la columna vertebral, como si quisiese despertar tu kundalini. El rumor de las olas, flagelando la proa, contrasta con el run-run del motor que, desde la popa, te frota la nuca. Y mientras ganamos millas hacia el sur, el firmamento se va cubriendo de oscuridad, salpicada de estrellas, de izquierda a derecha. Como si una inmensa sábana negra, llena de perlas, fuese desplazándose lentamente para cubrir el sol y sus últimos resplandores anaranjados, detrás ya del horizonte. Es la diosa Nut que lentamente cubre con su abrazo a Ra para proteger su sueño.
El cigarrillo que acabo de compartir en la cubierta con uno de los pescadores, en respetuoso silencio, me ha hecho entender un poco mejor a los dioses egipcios... Son las 18.45. Nut ya lo cubre todo. Al apagar los motores y quedarnos en total silencio, sin una sola luz a bordo, mientras el padre Nilo nos mece suavemente, sentimos su poder...».
Cursi, lo sé; pero considero que, además de probar mi nula capacidad literaria, ayuda a comprender el torrente emocional que podían sentir los primeros viajeros que exploraron estas tierras. O incluso, quizá, cómo los antiguos egipcios sintieron la necesidad de interpretar antropomórficamente los fenómenos de la naturaleza, divinizándolos. Estoy seguro de que así nacieron casi todos los dioses: en el corazón de los hombres, sobrepasados por su ignorancia ante las incomprensibles maravillas de la naturaleza. ¿Puede encontrarse a Dios en algún lugar mejor que en una puesta de sol, en un cielo estrellado, en un amanecer o en el río que te da el alimento y la vida? Estoy seguro de que hasta monseñor Daniel Comboni, cuando surcó aquellas mismas aguas Nilo arriba, en su histórico viaje de 1847, pensó lo mismo que yo.
Durante el día surcábamos las aguas añejas del río y visitábamos los templos erigidos a una y otra orilla. Por la noche atracábamos en algún puerto o, al final, en alguna de las pequeñas islas originadas por la presa de Asuán en el lago Nasser, y compartíamos la cena, o las anécdotas, o las supersticiones de los humildes pescadores, cuyo mundo se limita al río y a los escasos metros de tierra que pueda tener la isla en la que viven.
Recuerdo que uno de los personajes que más me impresionó fue Yamil, un niño de unos diez años de edad que conocí en uno de esos mil islotes sin nombre donde atracamos porque el río bajaba un poco revuelto esa noche. Al poner el pie en la arena de la pequeña cala descubrimos unas sospechosas huellas en la arena de lo que parecía un enorme reptil. En mi ignorancia, juraría que eran de cocodrilo. Y odio los cocodrilos. Sobre todo en una circunstancia tan fuera de mi control como aquélla. En un islote perdido en medio del Nilo, desarmado y en plena noche. Y la noche en el Nilo se escribe con mayúsculas, porque, como en el desierto, no existe ningún foco de luz artificial en muchos kilómetros a la redonda.
Me sentía tremendamente vulnerable. Incluso aferrándome a la linterna que me permitía quebrar la oscuridad a mi alrededor, esperando encontrarme los ojos redondos y las fauces gigantes de un cocodrilo o un temible hipopótamo, como los que rodearon mi lancha en el africano río de Lengwe.
Esa noche no me costaba ningún esfuerzo imaginar cómo se sentirían los habitantes de aquellas tierras hace cinco mil años, tan vulnerables como yo ante los verdaderos señores del Nilo. Y tampoco me costaba deducir que, al igual que en la India, en Perú o en el Africa negra, se terminase por divinizar a aquellas potencias de la naturaleza, en este caso animales, a los que con ofrendas y rituales intentaban pacificar los humanos. Estoy seguro de que si yo mismo hubiese vivido en el Egipto del 3000 a.C., como en cualquier otro lugar del mundo antiguo, también veneraría a Sobek, a Tauret o a cualquiera de los dioses con forma de animal del panteón faraónico, ofreciéndole cualquier tipo de oración, homenaje u ofrenda para sentirme un poco más tranquilo al invadir sus territorios, como estaba haciendo en estos momentos.
Afortunadamente ni el dios-cocodrilo, ni la diosa-hipopótamo, ni ninguna otra criatura del Nilo se nos apareció en aquel diminuto islote. Pero sí se nos apareció Yamil. En sus diez años de vida Yamil no había abandonado casi en ninguna ocasión aquel islote en el que vivía con su familia y un par de cabras y gallinas. Su mundo conocido se circunscribía a la extensión de aquel islote, que no llegaba a un kilómetro cuadrado. Una destartalada radio era su hilo conductor con el mundo exterior, y pasaba el día cocinando, pescando o cuidando a los animales de la ridícula «granja» familiar. Aquel pequeño Robinson Crusoe egipcio me hizo pensar mucho en lo diferente que puede ser la percepción del mundo y por tanto de las creencias religiosas para alguien como yo y para alguien como Yamil, que había vivido toda su vida en aquella casucha de madera sucia y desvencijada al margen de la civilización.
A pesar de haber nacido en la cuna de todas las civilizaciones. Su padre y otros familiares pescadores nos invitaron a un té y a compartir la cena y el fuego de la hoguera. La pesca es generosa en el Nilo, como lo era en tiempos de los faraones, y muchos pescadores deportivos viajan desde todo el mundo, pagando generosas sumas, para optar al dudoso honor de capturar una perca gigante como la que Yamil había preparado aquella noche.
El pequeño pescador del Nilo, de manos endurecidas ya por el trabajo duro, no sabía leer ni escribir, pero manejaba las artes de pesca con la misma pericia de su padre, su tío y su hermano. Y como ellos, practicaba un islam totalmente salpicado de supersticiones y elementos extraídos de la antigua religión faraónica. De la misma forma en que en Occidente católicos confesos mantienen supersticiones ancestrales que compatibilizan con sus prácticas cristianas, como el muérdago, las uvas, el Santa Claus o el árbol de Navidad, de orígenes paganos, esa superposición de creencias religiosas se da en todas las culturas del mundo, donde mitos, supersticiones y prácticas religiosas antiguas perviven mimetizadas en los dogmas oficiales contemporáneos.
Yo mismo he visto cómo egipcios y egipcias del siglo XXI, desde las islas del lago Nasser a la Tanis del delta, pasando por los oasis del desierto, utilizaban los antiguos templos faraónicos, las estatuas de los dioses antiguos o hasta las pirámides para depositar ofrendas a las antiguas divinidades en busca de sus favores. Yamil y su familia también.
Al despedirnos del pequeño pescador también le tomé algunas fotografías para que su espíritu, como el de Chiwondi, pueda sobrevivir en el Zamadi para toda la eternidad, y tal vez allí se encuentre con su venerado Osiris, Horus o Nut.
Qué maravilla de texto.
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