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sábado, 4 de abril de 2020

EGIPTO: EL TACTO DE LAS MOMIAS DE AL KHARGA



Uno termina por acostumbrarse a la paz y el silencio del desierto. Y una buena cena y unas horas de sueño después de un baño en cualquiera de las fuentes termales del oasis repone las fuerzas del viajero más agotado. Así que tras llenar el depósito de gasolina y aprovisionamos de agua, fruta y dátiles, retomamos viaje hacia el sur. 

Casi doscientos kilómetros nos separaban del siguiente oasis: Al Kharga. Al Kharga es el más aislado y extenso de los oasis. Una depresión del terreno de treinta por doscientos kilómetros en plena ruta de las caravanas que unían Egipto y Sudán. Unas sesenta mil personas viven en Al Kharga. Entre ellos una notable comunidad nubia. Por fin tomamos contacto con los egipcios negros, a los que me encontraría más tarde en algunas zonas del Nilo. 

Por supuesto hay muchas cosas que ver en este oasis, el último antes de que abandonemos el desierto para llegar a la cuenca del río Nilo: el Museo de Antigüedades, el templo de Hibis, el monasterio de Al Kashef, etc. Aunque confieso que yo presté más atención a la tumba del santón Naser Dim, cuyo mausoleo se encuentra en la mezquita. Y por supuesto, a la extraordinaria necrópolis cristiana de Al Bagawat, donde encontramos las pinturas cristianas más antiguas del continente. 

En realidad existen algunas pinturas de coronas de laurel y otros elementos menores que decoran algunos ataúdes de las momias exhumadas en el oasis de Al Fayum y que son un siglo anteriores a estos ricos y elaborados frescos cristianos de Bagawat. Pero no hay punto de comparación. En esta necrópolis copta existen también momias. Y en este caso puedo dar testimonio no sólo por haberlas visto y fotografiados sino como santo Tomás, por haber puesto literalmente el dedo en las llagas... Con los contactos adecuados, y en este caso sin necesidad de sobornos, mis guías consiguieron que accediese al interior de algunas de las tumbas más antiguas de Bagawat. 

No puedo precisar exactamente la ubicación, pero sí que llegamos en plena noche para evitar las miradas indiscretas. Me condujeron hasta una especie de túmulos situados en la periferia del oasis de Al Kharga y me señalaron con el dedo un pequeño ventanuco de no más de cincuenta centímetros de lado semienterrado en la arena. Aseguraban que hacía muchos años que nadie entraba en aquella tumba, pero sé que eso se lo dirán a todos. No obstante, era una oportunidad única en la vida. Penetrar en una tumba, alejada de los circuitos turísticos egipcios, y que, según me aseguraban mis guías, conservaba todos los frescos y pinturas, así como demás elementos funerarios originales intactos. ¡Y tan intactos...! 

Entré solo en la tumba, supongo que porque mis guías egipcios estaban aburridos de verla o quizá, siendo un poco más romántico, porque temían la famosa maldición de los muertos. Sujeté la linterna con los dientes, protegí la cámara con el pañuelo y la camisa, y empecé a arrastrarme por aquel angosto agujero. Pero no contaba con el polvo del desierto, que se iba levantando a medida que arrastraba mi cuerpo por el pequeño pasadizo subterráneo. Pronto se formó una densa cortina de polvo que no me permitía ver nada más que el haz de mi linterna, recortado y definido en las partículas de arena que flotaban ante mí, como si se tratase del sable láser de un caballero jedi. El polvo se me metía en los ojos, así que seguí avanzando con ellos cerrados hasta que mi mano derecha —no olvidaré la sensación— tropezó con una piedra. Me detuve. Abrí los ojos. Sólo veía polvo y el sable láser de Luke Skywalker saliendo de mi boca. Esperé a que el polvo volviese a asentarse. Y entonces me di cuenta de que la piedra no era tal piedra, sino un pie humano. El pie de una momia. Una de la media docena de momias que me rodeaban. 

Uno no tiene todos los días la oportunidad de sentir el tacto de las momias egipcias, y aunque la experiencia no deja de ser una anécdota divertida, sinceramente, en Begawat había algo que me interesaba mucho más que las momias. Y es que el 6 de noviembre de 2003, en un solemne acto, Juan Pablo II entregó el Premio de las Academias Pontificias, dotado con veinte mil euros y considerado el Nobel humanístico de la Santa Sede, a Giuseppina Cipriano. 

Esta joven estudiante del Instituto Pontificio de Arqueología Cristiana de Roma, al que me referí al principio, había realizado una impecable tesis doctoral sobre Los Mausoleos del Exodo y de la Paz en la necrópolis de El-Bagawat. Reflexiones sobre los orígenes del cristianismo en Egipto. La sesión, coordinada por el Consejo Pontificio de la Cultura y presidido por el cardenal Paul Poupard, reunió a la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino, la Academia Pontificia de Teología, la Academia Pontificia de la Inmaculada, la Academia Pontificia Mariana Internacional, la Academia Pontificia de Bellas Artes en el Panteón, la Academia Pontificia Romana de Arqueología y la Academia Pontificia del Culto de los Mártires, lo que nos da una idea de la relevancia del premio y el interés que despertaron en la Santa Sede las pinturas analizadas por Giuseppina Cipriano. Y no es para menos. 

No hace falta ser un experto para valorar el indudable interés histórico, arqueológico y teológico de aquellos frescos, que ahora se encontraban ante el objetivo de mi cámara. Escenas del Nuevo y del Antiguo Testamento plasmadas por los primeros cristianos llegados a Egipto, en las que podemos contemplar el Arca de Noé, el sacrificio de Isaac, Daniel en la guarida de los leones, Adán el día después de la expulsión del Paraíso y un largo etcétera. No es de extrañar que el Papa afirmase, en la solemne entrega de la medalla de oro a la doctora Cipriano, que sus trabajos «subrayan el valor del patrimonio arqueológico, litúrgico e histórico del que es tan deudora la cultura cristiana y del que puede seguir encontrando elementos de auténtico humanismo». 

En las doscientas sesenta y tres tumbas-mausoleos diseminadas por la necrópolis de Bagawat encontramos una auténtica historia del cristianismo primitivo, ilustrada en un gigantesco cómic, donde los primeros cristianos del país de los faraones plasmaron su memoria, aún reciente, de la historia de la Iglesia, que llegó a aquel remoto rincón de Egipto a finales del siglo III y principios del IV. 

Son tumbas coptas, cuyas cúpulas, llenas de frescos, se están deteriorando rápidamente. Por eso es aconsejable no utilizar flash a la hora de fotografiarlos. Aquí se exilió el obispo hereje Nestorio, condenado por afirmar que de las dos naturalezas de Jesucristo, la humana y la divina, sólo la primera había sufrido el martirio de la cruz. Una cuestión, ésta de la teología, que probablemente parecerá mundana al lector agnóstico; pero herejías tan aparentemente inocentes como ésta han acarreado persecuciones, torturas y muertes descarnadas a lo largo de toda la historia de la humanidad. De hecho, como el lector sabrá, el islam y el cristianismo comparten profetas como Abraham, Moisés o el mismo Jesús. 

El Corán dedica muchas páginas a esas y otras figuras clave del judeocristianismo, pero la principal causa del enfrentamiento irreconciliable entre ambas religiones es la triple naturaleza de Jesús. Para los musulmanes que viven en el oasis de Al Kharga, o en Egipto, o en cualquier rincón del mundo árabe, el dogma de la Santa Trinidad es una blasfemia contra el Jesús del Corán, y no me cabe duda de que, todavía hoy, en los ataques terroristas de grupos radicales islámicos, existe un poso de responsabilidad en esas creencias fanatizadas. Para que luego digan que la teología es una tontería y que las creencias no matan. 


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