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jueves, 19 de marzo de 2020

BUSCANDO A DIOSES Y DEMONIOS EN HAITÍ


Con frecuencia, escoger destino para un viaje es tan difícil como escoger una casa nueva, cambiar de coche o decidir qué corbata combina mejor con tu camisa favorita para esa impórtante entrevista de trabajo que puede condicionar tu futuro. 

Yo escogí Haití. Haití es un lugar único en el mundo. No se parece a nada. Ni al África que originó su cultura, ni a la América que la acoge. Ni siquiera se parece a la República Dominicana, el otro país con el que comparte la isla caribeña de La Española, el primer asentamiento español fundado por Cristóbal Colón en su errado viaje hacia las Indias.

He leído mil veces, en una descripción tan poética como incierta, que Haití es como un pedazo de África en medio del Caribe. Pero no es así. Al menos no el África que yo vi. Haití es mucho más duro, cruel, pobre y fascinante que ninguna región africana que yo conozca.

En Haití la analfabetización, las sequías, las hambrunas, la pobreza y la enfermedad no son un fenómeno excepcional que demande un apoyo puntual y urgente de las organizaciones humanitarias. Son la norma de vida. Como lo es la maravillosa y colorista pintura naif, o sus excepcionales percusionistas, o sus desgarradores literatos o, por encima de todo, rodeando toda expresión cultural, social y espiritual, sus sacerdotes vudús. Tiempo tendré de argumentar por qué, pero no comparto la opinión de otros viajeros, aventureros, exploradores o estudiosos de las religiones de que el vudú haitiano es una transpolación cultural de los cultos animistas y la brujería originaria de Nigeria, Benin y otros países africanos. Opino que, aunque ése es su innegable origen histórico, el sincretismo que se vivió en el Caribe terminó por conferir al vudú haitiano unos rasgos de identidad, una liturgia, unos dogmas y un cuerpo teológico y fenomenológico propios. Únicos. Por eso, a partir de ahora, cuando me refiera al vudú, me referiré exclusivamente a la religión afroamericana que sólo se encuentra en ese pequeño, desangelado y peligroso país del Caribe. En mi humilde opinión no existe otro vudú más que éste. Las religiones animistas africanas son eso, religiones animistas, pero el vudú es algo más complejo, híbrido y bastardo que todo eso.

Cuando mi avión hacía la maniobra de aproximación rumbo al aero-puerto internacional de Puerto Plata pude contemplar una perfecta vista aérea de La Española. No hace falta ser geógrafo para diferenciar perfectamente los dos tercios verdes, tropicales, de nutrida vegetación, que pertenecen a la República Dominicana, y el tercio restante árido, deforestado, marrón, que es Haití. Dicen que la cara es el espejo del alma. Pues creo que la estampa aérea de Haití refleja mucho de su espíritu.

Dos mil años antes que Colón, oleadas de indios taínos, provenientes de las cuencas del Orinoco y la actual Venezuela, arribaron a Haití y a las islas que rodean La Española: Cuba al oeste, Jamaica al suroeste y Puerto Rico y las Antillas al este. Llegaron utilizando unas enormes canoas, de hasta veinticinco metros de eslora, que podían transportar hasta cincuenta pasajeros. Huían de otras tribus hostiles del continente, y en las islas volcánicas del Caribe establecieron una nueva civilización pacífica.

Vivían en una sociedad comunitaria estructurada en torno a extensas familias agrupadas en asentamientos de unas mil personas, normalmente cerca de los ríos o el mar. No eran salvajes, ni primitivos. Un estudio filológico de la lengua taína nos permite conocer algo más de su pensamiento. Por ejemplo, la voz taína para decir pulgar significaba literalmente «padre de los dedos»; esposa, «mi corazón»; terremoto, «la olla está hirviendo»; pulso, «alma de la mano»; yerno, «el que me da nietos»; y, por supuesto, el término arco iris se traducía en taíno diciendo «el penacho de Dios». Lógico, ¿verdad?

Tenían además un elaborado sistema de creencias presidido por una «santa trinidad» compuesta de una figura masculina asociada a los volcanes y la tapioca; una figura femenina relacionada con la fertilidad, la luna y el mar; y una deidad canina cuya función era cuidar a los recién fallecidos. Una especie de Anubis taíno. Además, rendían culto a las fuerzas de la naturaleza y a los espíritus de los antepasados. Como en África, como en Asia. Tales divinidades eran simbolizadas por zemis, una especie de fetiches hechos con restos de los difuntos, entre otros elementos, que yo creo haber identificado como la influencia primigenia de uno de los elementos del moderno polvo zombi...

Colón había partido del puerto de Palos el 14 de agosto de 1492, y tras una escala en las islas Canarias se adentró en el mar desconocido en busca de una ruta hacia las Indias. Tras una angustiosa travesía, llena de incertidumbres, Colón llegó a las islas del Caribe en octubre de 1492, y allí se encontró con los indios taínos, que llamamos «indios» porque Colón creía haber llegado a las Indias. El célebre navegante escribió de ellos «no hay en el mundo gente mejor», ya que los taínos recibieron a los españoles con los brazos abiertos. Y cuando ayudaban a los marinos, agotados por la travesía, a establecer un campamento, Colón se asombró de la honestidad de los indios «que no robaron ni un punto de encaje». Sin embargo, Colón no era un evangelizador, ni un solidario cooperante, sino un conquistador motivado por la ambición, y en su diario también escribió: «Todos los habitantes podrían ser llevados a Castilla, o hechos esclavos en la isla... Con cincuenta hombres podemos subyugarles y hacer de ellos lo que queramos». Ya lo dijo Abraham Lincoln: «Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son».

Aquellos «dioses» blancos llegados de más allá del mar no se diferenciaban tanto de otros «dioses» descritos en otras tradiciones: crueles, egoístas y muy humanos. Y yo pienso que no debemos perder la perspectiva de la historia. A mí no me importa que se trate de un «navegante de la mar océana», de un faraón constructor de pirámides, o de unos poderosos pilotos de vimanas... Cualquier ser divinizado que fomenta o consiente la esclavitud es vergonzosamente humano. Ningún dios que yo imagine puede aceptar que un hombre, o una mujer, esté por encima de otro, por muchas pirámides, catedrales o templos imposibles que pueda construir. Esos «dioses» no tienen sitio en mi religión.

Tres objetivos encabezaban mi lista de misterios pendientes al aterrizar en el aeropuerto internacional de Puerto Plata, en la República Dominicana: vudú, zombis y «diableros». Y si volaba a Dominicana es porque apenas existen conexiones internacionales que lleguen directamente a Puerto Príncipe, ya que Haití tiene muy poca actividad económica internacional, y menos aún turística, en comparación con el otro país con el que comparte la isla. Así que, en lugar de gastarme un dineral en combinaciones de vuelos por medio mundo (mis ahorros empezaban a escasear), tiré de la tarjeta de crédito para abonar el billete hasta Dominicana y a partir de allí seguiría por carretera hasta el país del vudú. Resulta mucho más económico.

Tomé tierra en Dominicana exactamente a las 21.45 Y al entrar en la terminal para recoger mi equipaje, observé un detalle curioso: dos «nativos» se hacían fotos con todos los extranjeros que entrábamos en el país, por lo menos en aquel vuelo. Supuse que, a la salida del aeropuerto, alguien nos ofrecería el primer souvenir de la isla. Pero no fue así. Así que pensé que era una forma barata, cutre pero efectiva, de fichar a todo el que entra en el país. Entre la «ficha», la búsqueda de mi maleta y los trámites de frontera, se me hizo casi medianoche. Así que me alojé en el Bayside Hill Hotel de Puerto Plata para pasar la noche y poner en orden mis ideas. Cuanto más lo pensaba, más absurda parecía mi elección de Haití como próximo destino. Es cierto que el vudú, como cualquier otra forma de sincretismo religioso, ofrece unas perspectivas interesantísimas para un estudioso de las creencias. Pero parecía mucho menos peligroso centrarse en el estudio de otras formas de sincretismo afroamericano, como la santería cubana o el candomblé brasileño. No obstante, el vudú haitiano ofrecía elementos que no se dan en ninguna otra forma de sincretismo caribeño. Y además, existe mucha menos bibliografía sobre el vudú haitiano que sobre ningún otro tipo de culto mágico en el Caribe, al menos trabajos de campo y no absurdas especulaciones esotéricas. Pero las crónicas de viajeros y aventureros españoles que se habían aventurado en Haití me parecían tan seductoras, que llamaron mi atención, pese a que todos alertaban sobre lo peligroso del país. Y la historia ha venido a darles la razón. No olvidemos que el último reportero español asesinado en el mundo murió en Haití: Ricardo Ortega.

Lo que acabó de decidirme para gastarme el dinero en viajar allí en busca del secreto de los dioses fue un testimonio insólito que había escuchado por radio mucho tiempo atrás. Miguel Blanco, un conocido periodista y viajero español, a quien en aquel momento no conocía, realizaba una conexión desde Puerto Príncipe con el programa de radio que dirigía en Madrid. Su crónica del viaje me dejó totalmente fascinado, pegando la oreja al receptor de radio, como si me fuese la vida en ello. Blanco no sólo describía extraordinarios rituales de vudú, no sólo relataba cómo se vivía en aquel remoto país el misterio de los muertos vivientes, sino que (y esto es lo más extraordinario) aseguraba haber visto con sus propios ojos a uno de los «dioses» a los que yo buscaba desesperadamente.

Blanco decía que en Haití, el país con los brujos y hechiceros más poderos y temidos del mundo, era posible asistir a rituales de magia negra, en los que no sólo se podía presenciar un ritual más o menos folclórico, sino que las fuerzas de la naturaleza, que consideramos «mitos», como los ángeles o los demonios, se materializaban de forma concreta, visible y casi palpable. Lo sé. Suena increíble. Yo pensé lo mismo. Pero Miguel Blanco es un tipo que inspira confianza. Creo que todos sus oyentes anónimos pensábamos lo mismo. Cuando, por fin, pude conocerlo personalmente y pedirle que me repitiese la historia mirándome a los ojos, concluí que no me estaba mintiendo. Había algo en su mirada que me inspiraba credibilidad. El había vivido ese excepcional ritual de vudú en el que había presenciado cosas que no podía explicar.

Tomé nota de todos los detalles de su testimonio; la descripción que hacía del lugar donde se efectuó la ceremonia, del bokor (brujo vudú) que la ofició, del proceso de cánticos y letanías que precedieron a la materialización de un mito, etc. Una historia tan fascinante como increíble. Incluso viniendo de un testigo creíble con quien terminaría sellando una amistad blindada. Meses después ocurrió lo imposible: surgió un segundo testimonio. Otro español, esta vez Santiago M., un respetable topógrafo catalán, que se había desplazado hasta Puerto Príncipe desde Barcelona, afirmaba haber presenciado el mismo fenómeno que Miguel Blanco, confirmando hasta el último detalle por inconcebible que fuese. Esto fue lo que acabó de decidirme a incluir los «diableros» haitianos en mi lista de misterios pendientes. Y había llegado el momento de dirigirme a ese amargo país en busca de sus dioses... y sus demonios.



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