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jueves, 2 de abril de 2020

ARQUEOLOGÍA BÍBLICA


La arqueología bíblica, como su nombre indica, es la especialidad arqueológica que tiene como objeto de estudio los lugares, circunstancias y vestigios de sucesos relacionados con la historia del judeocristianismo. 

Hasta el siglo XIX la Biblia era considerada, para los cristianos, como la principal e irrefutable fuente de conocimiento. Sin embargo, la historia de la ciencia llevaba ya muchos años creando serios conflictos entre los hechos demostrados, como la esfericidad de la tierra o su rotación alrededor del sol, o la revolucionaria teoría de la evolución de las especies, con el magisterio de la Iglesia. Y la arqueología vino a echar más leña al fuego. 

Los primeros exploradores, arqueólogos y aventureros, muchos de ellos misioneros, llegados a Palestina, Egipto, Siria y demás escenarios de los pasajes bíblicos intentaron aplicar esa nueva disciplina a la demostración de que la Biblia decía la verdad. Y no es de extrañar que la Santa Sede acogiese con entusiasmo descubrimientos arqueológicos que parecían probar la historicidad de los textos sagrados. 

No me supone ningún esfuerzo imaginar a los cristianos de los siglos XIX y XX siguiendo con interés, y casi con alivio, los descubrimientos de nuevos restos arqueológicos que confirmaban un pasaje bíblico. 

Por ejemplo: la campaña militar en Israel del faraón Sisac (1 Reyes 14:25-26) aparece registrada en los muros del templo de Amón en Tebas, en Egipto; la revuelta de Moab contra Israel (2 Reyes 1:1; 3:4-27) consta en una inscripción de La Meca; la caída de Samaria (2 Reyes 17:3-6,24; 18:9-11) por Sargón II, rey de Asiria, figura en los muros de los restos de su palacio; el ataque de Asdod por órdenes de Sargón II (Isaías 20:1) también está registrado en los muros de su palacio; la campaña del rey asirio Senaquireb contra Judá (2 Reyes 18:13-16) aparece en el Prisma de Taylor; la siega de Senaquireb (2 Reyes 18:14,17) consta en los relieves de Lachish; la caída de Nínive, augurada por los profetas Nahúm y Sofonías (Sofonías 2:13-15), está descrita en la tablilla de Nabopolasar; la caída de Jerusalén por Nacubodonosor, rey de Babilonia (2 Reyes 24:10-14), quedó registrada en las crónicas de Babilonia; la liberación de los cautivos en Babilonia por Ciro el Grande (Esdras 1:1-4; 6:3-4) se confirma en la Esfera de Ciro, etc. 

En otras muchas ocasiones, la confirmación de un suceso bíblico, a través de la arqueología, era indirecta. Por ejemplo: la inscripción de Behistún (1835), tallada en la roca en tres idiomas, incluido el de caracteres cuneiformes, abrió las posibilidades para el desciframiento de escritos cuneiformes (se lo conoce como «la clave para otras claves»); la estela moabita (1868), que contiene el relato del triunfo de Mesa, rey de Moab, contra Ahab y Joram, reyes de Israel; el hallazgo del archivo estatal del imperio hitita (1871, 1906), con más de veinte mil textos cuneiformes, parte acadios y parte hititas, especialmente los tratados de vasallaje o de soberanía y que siguen un modelo que aparece de una u otra manera en varias partes del Antiguo Testamento; el código de Hamurabi, una estela descubierta en 1901 por arqueólogos franceses, lo creó el homónimo rey de Babilonia. Este rey vivió casi medio milenio antes de Moisés. 

Hay mucha similitud entre las leyes de Hamurabi y las leyes mosaicas. En el texto de Hamurabi aparece la «ley del talión». Este descubrimiento ayuda a los estudios bíblicos a ubicar las leyes mosaicas en un contexto más amplio y a abrir los ojos a muchos escépticos que no aceptaban la antigüedad de ellas. Por otro lado, las leyes de Hamurabi permiten reconocer la diferencia entre leyes de carácter general y universal, y aquellas propias del pueblo de Dios. 

Hay muchos ejemplos más, pero lo descorazonador es que no exista una confirmación arqueológica irrefutable de la existencia de Jesús de Nazaret, la gran ambición de los arqueólogos bíblicos creyentes. Y peligrosa. Ya que, en el 99 por ciento de los casos de grandes personajes históricos, lo que más ambicionan los arqueólogos es encontrar su tumba: como las de Genghis Khan, Alejandro Magno, etc... Pero descubrir la tumba de Cristo sería un cataclismo teológico para millones de cristianos. 

Con el paso de los años las cosas se fueron complicando, y cada vez con más frecuencia los descubrimientos arqueológicos no sólo no confirmaban, sino que incluso contradecían la Biblia. No causará ningún estupor que, en ese momento, un estricto secretismo rodease las excavaciones arqueológicas en Tierra Santa, y muchos hallazgos fuesen inmediatamente sepultados en los archivos secretos vaticanos. 

Sin embargo, con el creciente laicismo de la sociedad, Roma fue perdiendo su poder y otros «vaticanos» comenzaron a exigir su parte del pastel. No podemos olvidar que cristianismo, judaísmo e islam comparten profetas o personajes como Moisés, Abraham o Jesús. Por lo tanto, cualquier hallazgo arqueológico que pudiese aportar alguna luz sobre la Biblia ya no era sólo jurisdicción vaticana. 

Sería demasiado largo detallar los episodios extraordinarios de la arqueología bíblica, como el descubrimiento de los manuscritos de Qunram, o el vergonzoso fraude del osario del hermano de Jesús, más similares a una novela de espionaje internacional que a controversias científicas. En este momento prefiero limitarme a Egipto. 

Con el paso de los años, la arqueología bíblica fue independizándose del monopolio vaticano y adquiriendo tintes de especialidad científica. Y los arqueólogos bíblicos llegaron a un acuerdo muy lógico. Su función no sería buscar pruebas que avalasen la credibilidad del texto evangélico, sino que contextualizarían (y si fuese preciso rebatirían) el mundo descrito en la Biblia. 

Como bien dice Edesio Sánchez Cetina, el objeto del arqueólogo es hacer ciencia, no teología. Sin embargo, a medida que uno profundiza en los hechos, siente cómo su fe se va mermando y las dudas le corroen el alma. ¿Y si las cosas no son como me han contado?


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